Hace meses que el balón choca contra la pared de ladrillos con golpe seco y lleno de rabia. Hace meses que los zapatos no se llenan de piedras. Hace meses que las rodilleras no tapan agujeros de pantalones. Hace meses que la cadena de la bicicleta no se sale. Hace meses que las ruedas de los patines no se encallan en los surcos del pavimento. Hace meses que el parchís sólo tiene dos jugadores. Hace meses que los cuentos nocturnos esperan otra voz. Hace meses que las botas de montaña no se ensucian con el barro del río. Hace meses que ese juego espera a salir de la caja.

Hace días que el balón se desinfla en una estantería de polvo y pelusa. Hace días que los zapatos se quedaron estrechos. Hace días que los pantalones se quedaron cortos. Hace días que la bicicleta se quedó baja. Hace días que los patines cambiaron de dueño. Hace días que el solitario es el único juego sobre la mesa. Hace días que los periódicos sustituyen los cuentos en la litera. Hace días que las botas de montaña quedaron pequeñas. Hace días que un juego a medio abrir incordia por el suelo.

Hace más de ciento ochenta días que esta casa es una cárcel. Hace más de ciento ochenta días que la casa de algunos es la cárcel.

No te quejes. Calla. No protestes. Siempre puede ser peor.

Y con esas cuatro consignas el miedo a la represión se cuela entre los poros y se apodera de las cuerdas vocales, tensa los labios en muecas de sonrisa ensayada, mientras rechinan las muelas, golpeadas de ira. Hace meses que los paseos por la rambla son cortos y por necesidad, los pasos son rápidos, obligados a caminar para no entumecerse. La gente te para, te pregunta, te da ánimos, y tú contestas de memorieta la cantinela, mientras controlas por el rabillo del ojo el deslizar errante de un patinete al que deberías subir el manillar. El chándal de negro y un moño rápido no ayudan al color cetrino que está tomando tu rostro. Tampoco ayudan esas cárdenas ojeras alrededor de los ojos cuando la gente te suelta “Tienes mala cara”.

No te quejes. Calla. No protestes. Siempre puede ser peor.

Te viene a la mente esos niños, esas mujeres, esos maridos, esa familia que no pueden ver a un ser querido. No es lo mismo te repites, no es lo mismo. Te acuerdas de la canción de Alejandro Sanz, ¿cuánto hace que no renuevas la lista de reproducción del teléfono? Más de ciento ochenta días. No estamos tan mal. Es duro. Es lo que toca. Pronto pasará. No decaigas. Es lo que quieren. Aguanta. Aguanta. Aguanta. Y poco a poco voy normalizando las ausencias, excusando las faltas. La gente entiende el momento. A mí, el momento, empieza a parecerme eterno. Quizás es el karma que me devuelve todas mis impuntualidades. “No estamos tan mal”, te repites como gritaba Laporta. Y poco a poco me engancho a la normalidad de una rutina que se prolonga entre la dejadez y la desidia. Me cruzo con la misma gente de siempre en el mercado. El parque se llena de madres con cochecitos. Toda conversación gira en torno al tema. Te miran. Estoy cansada de hablar del tema. Tanto hablarlo acaba pareciendo normal lo que está pasando. Han encerrado a gente por pensar diferente. Han encarcelado a gente en sus casas para que no piense. Han instaurado el miedo. Un miedo que se desmiente por la boca pero se materializa en los actos. Persistiremos. Persistiremos. Persistiremos. ¿Sí? Miento al que pregunta. Miento a mi hijo. Me miento a mí misma. La determinación me abandona. Flaqueo en las horas más bajas, durante la soledad, ante la pantalla del televisor. “Ves, aquí, en tu casa, viendo la tele, que no, que no estás tan mal”.

No te quejes. Calla. No protestes. Siempre puede ser peor.

Tengo miedo de “lo peor” cada vez lo peor está más cerca. ¿Y después de lo peor? Adopto mi pose filológica. Me entretengo en recordar que no hay un grado mayor. “Lo peor” es un superlativo, el estado más alto en la gradación. Pienso en inventar otro término, últimamente el vocabulario a propósito de desgracias, injusticias y dolor me parece escaso. Las palabras se me quedan huecas. Las lleno con silencio. Pienso que debo apuntar esto en mi tesis doctoral. Ni Max Aub puede aliviar este sentimiento. Pienso en Max, en los campos de concentración, en su exilio. Pensar es malo. Hace tiempo que lo sé. Max se avergonzaría si nos viera ahora, como le pasó cuando regresó de su exilio en México: “Regresé y me voy. En ningún momento tuve la sensación de formar parte de este nuevo país que ha usurpado su lugar al que estuvo aquí antes. Aquí no es que no haya libertad. Es peor: no se nota su falta”. ¡Ay, Max! Cada vez me rasga por dentro. Lo leo y leo el presente. ¿Dónde está el progreso? Pero…

No te quejes. Calla. No protestes. Siempre puede ser peor.

Y la calle se llena de gritos, pero la mente se llena de miedo. El grito feroz del tres de octubre apenas es audible. Mucho amarillo en la solapa y mucho miedo tras ella. Y sin embargo, las plazas se llenan, pacíficas, y protestan con silencios. A cada acto represivo le suceden actos de apoyo. Parece algo estipulado, no hay espontaneidad, es un pacto. Lo hemos normalizado.

Desde hace más de ciento ochenta días que la gente ha adoptado un nuevo miembro en sus familias: el miedo. Y no solamente familias independentistas, no. El miedo, la incertidumbre a ese “lo peor” está ya en todos los hogares. En casa hemos cambiado la estancia de un miembro por este nuevo inquilino. El miedo no toma café, ni gasta la cerveza. No tarda ni un minuto en el baño y no disputa conmigo sobre qué ver en la televisión. El miedo me ha quitado el hambre. El miedo no se queja de que he la carne está sosa o de que el arroz está pasado. El miedo no come, no come comida. Al miedo no le salen gallos en la ducha, ni deja la tapa levantada. El miedo no ronca.

Pero el miedo es frío. Por más que me acurruco no me calienta. El miedo es arisco. Por más que me ronroneo no me abraza. El miedo es silencioso. Por más que le pregunto, no contesta. El miedo no seca mis lágrimas cuando lloro. Y otra vez las cuatro consignas en mi mente.

No te quejes. Calla. No protestes. Siempre puede ser peor.

La gente sale de su puesto de trabajo y va a la manifestación de turno. Grita, aplaude y vuelve a casa. Cada mes reserva parte de su sueldo para donarlo a las diferentes cajas de resistencia. Repito: cada mes. La gente sale al cine los viernes y a cenar el sábado, las tapas del domingo y el pollo a l’ast. Hace más de ciento ochenta días que el miedo les acompaña, pero ya es uno más. Y…

No te quejes. Calla. No protestes. Siempre puede ser peor.

Porque desde hace más de ciento ochenta días doce personas y sus respectivas familias han sido truncadas por el miedo y el dolor, porque desde hace más de ciento ochenta días no se tocan, apenas si hablan, no viven juntos. Porque desde hace más de ciento ochenta días no hay música que escuchen. Porque desde hace más de ciento ochenta días no hay normalidad en sus casas. Porque sus casas ya no son casas. Porque los juegos ya no divierten. Porque los paseos ya no airean. Porque las noches son largas y frías. Porque el silencio llena las paredes que les envuelven. Porque el miedo es rabia y dolor. Porque la tristeza duele. Porque el coraje se desvanece y aun así…

PERSISTEN.

Cada mañana se levantan y afrontan esa nueva normalidad anormal. Sonríen, abrazan, aplauden y cantan. Combaten el miedo con esperanza. Y abrillantan la bicicleta y le suben el sillín por esos centímetros de altura ganados. Y salen a cenar con amigos, para derrotar la soledad. Y hablan de muchos temas. Y carcajadas improvisadas se escapan de sus gargantas. En los cuellos cuelgan bufandas amarillas y la fe se cuelga con fuerza en el corazón.

PERSISTEN.

Y se quejan, porque están en su derecho.
Y no se callan, porque están en su derecho.
Y protestan, porque están en su derecho.
Y porque luchan porque siempre pueda ser mejor.
Quéjate. Habla. Protesta. Haz que sea mejor. Es tu derecho.