Estimado Juan:
No sé donde vives ahora mismo. Quizá cerca de la Cibeles, o en un pueblecito a orillas del Jalón o del Genil, o en una villa batida por el sol y los vientos en la meseta de las dos Castillas. Pero sea donde sea que vivas, más allá del Ebro y del Cinca, es casi seguro que la idea que tienes de mi país, de Cataluña, se forma a través de lo que lees en los diarios de Madrid o de tu región, de lo que te explican la radio o la televisión que escuchas o miras habitualmente, o en los discursos de los políticos castellanos (a este respecto tanto da si son del gobierno como de la oposición, hablando de Cataluña todos van a la una). Y como mucho me temo que es así, me creo obligado a decirte que la imagen que tienes de ella (que te han inculcado, quizá ya desde pequeño) no tiene nada que ver con la realidad de mi tierra y de su gente.
Procuraré aclarártelo en un par de cartas. Ni sé si las leerás ni si te creerás lo que diga en ellas. Pero, a pesar de ello, por lo menos quiero intentar darte una idea de cómo pensamos los catalanes y hacerlo de forma educada y sin exabruptos que no conducen a ningún sitio. Y no te exaltes por el uso que haré de la palabra españoles excluyendo de ella a los catalanes. Con ella me referiré a todos los habitantes del Estado de habla castellana, para hacer una diferenciación clara y evitar equilibrios narrativos innecesarios.
No sé si lo sabes, pero hay muchos españoles que viven en Cataluña desde hace tiempo, desde una o dos o tres generaciones, que han perdido las ganas de ir a visitar a sus parientes en su pueblo de origen porque están hartos de oír cómo les compadecen por todas las aparentes vejaciones y atropellos que han oído decir que sufren los españoles en Cataluña. A los que viven y conocen la vida en Cataluña perfectamente les parece que sus parientes les hablan de otro país, tan diferente de Cataluña como lo es, pongamos por ejemplo, el Sáhara de las selvas del Amazonas.
Y este es el origen de todos los males: a los españoles se les enseña desde hace siglos una historia y una imagen de España en las que se han mezclado muchas tergiversaciones y muchas falsedades. Demasiado a menudo se ha querido montar la grandeza de la nación española no sobre sus fundamentos reales (y tiene suficientes), sino sobre unos que son falsos: sobre un exceso de grandilocuencia que estimulara en el pueblo un orgullo postizo –y no el que se merece tener– y distraerlo así de una realidad nacional marcada la mayor parte del tiempo por gobiernos catastróficos.
En cierta ocasión leí en un libro de un autor alemán sobre la Andalucía árabe del siglo XI, un chiste recogido según parece por las fuentes árabes de aquel tiempo, que se puede aplicar perfectamente al conjunto de la España de los últimos quinientos años. Decía el chiste que cuando dios creó a Andalucía la puso debajo de un cielo esplendoroso de un azul inigualable. Después le dio unas costas y unos paisajes como pocos hay en este mundo. Pero cuando la gente que puso allí le pidió que también les concediera buenos gobiernos, Dios se negó. “Sed más modestos y conformaos con lo que ya os he dado”. Hay otro chiste, este más moderno (yo lo oí en tiempos de Franco, hacia los años cincuenta), que dice que España debe ser uno de los países más ricos del mundo, porqué, si no con los malos gobiernos que ha tenido que soportar desde hace tanto tiempo, ya estaría arruinada. El mal es que en estos momentos podría ser que la ruina estuviera más cerca de lo que pueda pensarse, sin que en la Moncloa haya quien dé el enérgico golpe de timón que sería necesario para levantar de veras el país.
Y aquí, amigo Juan, ya debes haber pensado: “Ah, esto es lo que os pica a los catalanes, no? Para vosotros todo es cuestión de dinero y de ganancias”. Pues mira, no. No lo es todo. Es una parte, claro está, y bien importante. Pero en último término, no la más importante. Miraré de hacértelo comprender empezando por el principio, como hay que hacer siempre.
Y para ir al principio no es preciso retroceder hasta la prehistoria o hasta Adán y Eva, como hacen algunos de vuestros políticos en el ridículo intento de querer demostrar que España es la nación más antigua del mundo. Basta con remontarnos a la pretendida “unidad nacional conseguida con los Reyes Católicos”. Este es el primer eslabón de la cadena, el primero de los cuentos fantásticos que nos han llevado donde ahora estamos. ¿Qué pasó entonces, en realidad? Pues solo la convivencia bajo unos mismos monarcas de dos estados que continuaron siendo tan diferentes y tan legalmente separados como antes. Isabel también era reina de Aragón (pero menos) y Fernando también lo era de Castilla (pero menos, a pesar del “tanto monta”). A la muerte de Isabel los dos reinos volvieron a separarse y si el nuevo matrimonio de Fernando hubiera tenido descendencia, de aquella pretendida “unidad nacional” ya ni se hablaría.
Que Castilla y Cataluña-Aragón eran dos estados diferentes y que lo seguirían siendo hasta el siglo XVIII lo demuestran, entre muchos otros, los dos ejemplos siguientes. El primero es que el comercio con América fue reservado a los súbditos de la corona de Castilla. A los extranjeros catalanes y aragoneses se les dio con la puerta en las narices. El segundo es que cuando Antonio Pérez, el secretario de Felipe II de Castilla y I de Cataluña, tuvo de huir piernas para que os quiero, le bastó con llegar a Zaragoza para salvarse de la justicia de Castilla. Aragón era legalmente otro país en el que los jueces castellanos no pintaban nada.
Y aquí, amigo Juan, he de rectificar también una idea que os han metido en el cerebro a ti y, por lo menos, a una docena de generaciones de tus antepasados, y que aún hoy repiten como loros los políticos castellanos, que también son víctimas del castillo de insensateces que han ido fabricando sus antecesores. Todos ellos se empeñan en decir que Cataluña no ha sido nunca una nación, un estado independiente; que solo era un pequeño condado que fue absorbido por el reino de Aragón. Si se tomaran la molestia de saber de veras un poco más de historia de la que saben, verían que Cataluña, formada entonces por los condados catalanes, con el de Barcelona delante de todos por ser el más rico y más potente, llegó a ser poco a poco uno de los estados mediterráneos más fuertes y activos, y que no fue Aragón quien absorbió Cataluña, sino que a través de una unión dinástica, fue Aragón el que pasó a ser gobernado por la dinastía catalana, aunque nominalmente (por conveniencias diplomáticas de aquel tiempo) el reino confederado adoptara el nombre de Aragón.
Cataluña fue un estado plenamente soberano desde finales del siglo X hasta 1714. Primero, confederado con Aragón y después confederado con Castilla bajo el nombre de reino de España. Pero la gente, a un lado y otro de su frontera común, se regían por las leyes de sus parlamentos respectivos y no tenían ningún especial sentimiento de pertenecer a un mismo pueblo. El intento castellano de ignorar este hecho condujo a la guerra de los segadores del 1640. Cuando más tarde Felipe V (IV de Cataluña) conquistó Cataluña por las armas con la ayuda de su abuelo francés, convirtió Cataluña jurídicamente en una región más del reino de España, pero el trato que dio a los catalanes les hizo sentir más extranjeros que nunca, y esto ya no ha cambiado, aunque a veces lo haya parecido. Pero de ello hablaré en otra carta. Esta ya se ha hecho demasiado larga.
Con los mejores deseos de concordia entre nuestros pueblos,
Pere Grau