Respetado señor.
Soy un cura catalán con poca cosa más y con suficiente instinto de conservación para ahorrarme los panfletos y sandeces de una campaña electoral.
Así que fué al biés que le oí en televisión despachándose a sus anchas temperamentales sin dejar de ser bondadoso.
Usted repudiaba aqeullas apreturas políticas dictatoriales de antaño mandadas por el general, pero conservaba la misma idea de él en cuanto a la sagrada unidad de España, que ampliándola a la insaciable voracidad madrileña, llega a lo grotesco queriendo que el Mediterráneo desagüe en el Manzanares.
Lo dejo porque voy a por más.
Con la anchura de horizontes que le caracteriza, usted ha dicho una y otra vez que se puede ser catalán y español. Tal dilema no le toca a usted, español sin ser catalán, pero me toca de lleno a mi que soy catalán y me lo ponen muy negro para sentirme español.
Compréndame. A mis noventa y dos años he vivido cuarenta y seis, la mitad justa, con el catalán prohibido en las escuelas.
Me responderá que ahora no andamos por tales duricias y que más de un resquemado añorando otros tiempos se queje de un español olvidado en la pedagogía.
Dejémoslo. No voy a apedrearlo con un memorial de agravios, pero desde la ignominia del café para todos hasta hoy no recuerdo un solo gesto de ustedes de comprensión para con los catalanes.
Me apena ver como nunca comprenderán que el catalán es para mi tan sagrado como para ustedes el castellano. Y si para ser español tengo que aceptar el mínimo desprecio de mi idioma, me es imposible serlo.
Es muy difícil, pero espero que nos comprendan, sólo podremos ser españoles si nos aceptan alegremente como catalanes.
Así hemos llegado a este momento. Ustedes nos han cerrado todas las puertas, sólo nos queda una, ya me entiende.
Con todos mis respetos.