[Llegiu-lo en català]

“El trabajo presentado en la asignatura deberá ser original y no se admitirá, bajo ninguna circunstancia, el plagio total o parcial de materiales ajenos publicados en cualquier soporte. El estudiante deberá explicitar convenientemente, según los usos de la documentación bibliográfica, la autoría de todas las citas y el uso de materiales ajenos. La eventual presentación de material no original sin indicar adecuadamente su origen, acarreará automáticamente la calificación de suspenso (0).”

Esta es la consigna que reza en la guía docente del trabajo final de Máster oficial de Lengua y Literatura hispánicas y enseñanza de español como lengua extranjera de la Universidad Autónoma de Barcelona. Además, para disipar cualquier duda añade:

“Plagiar es copiar de fuentes no identificadas un texto, sea una sola frase o más, que se presenta como producción propia (eso incluye copiar frases o fragmentos de internet y añadirlos sin modificaciones al texto que se presenta como propio), lo cual se considera una falta grave. Es necesario aprender a respetar la propiedad intelectual ajena y a referenciar siempre las fuentes que se utilizan, y es imprescindible responsabilizarse de la originalidad y autenticidad del texto propio.”

No he tenido oportunidad todavía de leer la tesis doctoral de Pedro Sánchez, pero imagino que se sustenta en consignas del mismo. Mi buena fe me invita a creerlo así. Sin embargo la buena fe sobre este tema en concreto está sufriendo últimamente fuertes envites que amenazan con corromperla, además de hacer peligrar el buen nombre de la educación pública y privada. Másteres y doctorados que se han borrado de currículos en cuestión de horas, profesores acusados de prácticas ilícitas, trabajos volatilizados, plagios consentidos… mientras que miles de alumnos anónimos se ciñen a la rigurosa legalidad, que se esfuerzan por cumplir con los requerimientos exigidos, que trasnochan delante de sus ordenadores para entregar sus trabajos puntualmente, mientras invierten su tiempo, dinero y esfuerzo, otros ciudadanos, más populares, adquieren los títulos a golpe de talonario, de favores y de poder.

Tratan los títulos a peso, como quien compra carne en el mercado —póngame quinientos gramos de este máster y un quilo de tesis— mientras las universidades callan cómplices ante este tremendo atentado contra el valor de la educación. Conozco brillantes compañeros que se apearon en el camino de los estudios universitarios, incapaces de asumir los abusivos precios de la enseñanza teóricamente pública. Mentes brillantes que deberían, por ley, estar en posesión de un título que les fue vetado por cuestiones puramente económicas.

Hace unos años cursé el Grado de Lengua y Literatura Españolas en la Universidad Autónoma de Barcelona, tuve el privilegio de tener un abanico de profesores de gran prestigio y reconocimiento internacional. Fue un tremendo esfuerzo personal, pero también familiar. Estudiaba a horas intempestivas mientras amamantaba a mi hijo, dormía escasas cuatro horas. Mi suegra y mi madre hacían turnos y filigranas para adaptarse a los horarios de mi carrera e ir llenando nuestra nevera. El cinturón familiar se ajustó al máximo para que yo pudiera formarme, para que tuviera un título que me asegurara un buen futuro laboral. Todo el mundo se sacrificó en pos de lo que suponía que iba a ser una inversión que permitiría una mejora personal, laboral y económica y que tendría una repercusión directa en el núcleo familiar. Tras cuatro años de carrera, tras el máster, actualmente, estoy doctorándome.

Mi empeño sigue exigiendo ciertos ajustes familiares y bastantes sacrificios, pero soy una privilegiada al poder estudiar. Me parece una agravio, un insulto, un ultraje que individuos que se supone que son modelos para la sociedad y que se erigen como representantes de la misma, cometan tales delitos. Son malversadores, por extraer efectos públicos como son los títulos universitarios, son corruptos por pervertir a la institución y a los trabajadores, son mafiosos por engañar sin escrúpulos, son ruines por su despreciable actitud al ser descubiertos, son falsos por mentir al respecto de sus actividades ilegales, son deshonestos con ellos mismos y con el prójimo. Son mercantilistas y estafadores.

El único título, máster y doctorado que deberían tener sería el de villanía. Eso sí, previamente pasando un examen y presentando un trabajo: que la educación ni se regala ni se compra, se trabaja.