[En català]
Días atrás recuperaba una viñeta de la artista barcelonesa Flavita Banana que evocaba el famoso pasaje del cuento tradicional “La bella durmiente” en el que el hada maligna la maldecía. En este caso, el hada abandona la escena y en su globo se lee “Cómo voy a lanzar una maldición si ya nació niña”. Así de simple se resume el grueso de contingencias del ser mujer en esta sociedad. Con unos jueces que le quitan hierro al asunto de la violación —porque es una violación en toda regla— de La Manada y con sentencias de poca monta que lo único que fomentan es la impunidad de salvajes descerebrados para que puedan campar libremente ante las piernas de cualquier mujer, avivando el miedo y la vergüenza —sí, vergüenza— que supone el hecho d haber sido agredida sexualmente. Tal circunstancia ha sido originada por esta sociedad patriarcal anquilosada en la simiente cultural del odio contra la entidad femenina. El miedo que suscita en la víctima el tener que confesar que uno o varios individuos han tomado y poseído su cuerpo sin consentimiento explícito es la victoria del poder masculino delante del femenino. Es la imposición y su constatación de la supeditación de un género al otro. El relato que desde la sociedad, como institución, se pretende trasladar de igualdad o al menos de un ejercicio para construir esa igualdad no es únicamente falaz de manera consciente, sino que es hipócrita y cínico. Por eso es necesario que haya movimientos que visualicen este maltrato a la entidad femenina y que sean las mujeres las que denuncien estos hechos, con nombres y apellidos, señalando —que el “me too” y el “yo sí te creo” están muy bien, pero quedan en nada cuando si los culpables se esconden tras cortinas de humo— y, sobre todo, obligando a que la ley actúe.
Ahora bien: existe un peligro, una sombra que planea y que puede conllevar la muerte de todas las luchas y progresos —mínimos, pero progresos al fin y al cabo— que se han conseguido. Existe una casuística especial en este tema. La mujer debe sentirse respaldada y amparada social —por otras mujeres y por el conjunto de la sociedad— y legalmente. Se tiene que sentir valiente por sí misma, pero este valor debe venir insuflado del exterior. El coraje se contagia, pero ¡ojo!, no puede ser de manera forzada. No hay que arrastrar hacia la confesión a toda costa, el paso es y debe ser individual. Cualquier víctima de agresión sexual ha de estar predispuesta a confesar los hechos. Evidentemente, si sabe que fuera le espera un apoyo firme e incondicional, habrá más motivos para liberarse de esa carga, pero no se puede banalizar la situación personal e individual de cada una de las víctimas. Ellas son las que han de publicar esas palabras de su diario íntimo, sin presiones ni sentimientos de obligación; si no, se caería en la trampa de desprestigiar el relato y anular todavía más la causa no ya feminista, sino de igualdad y justicia. No es necesaria una sobreexposición mediática de los episodios ocultos y secretos de los diarios de muchas mujeres, sino eliminar actitudes y agresiones contra ellas.
Existe un riesgo aún mayor, que es imperioso suprimir: nuestro propio uso del machismo a nuestra conveniencia. Tildar todo lo que nos rodea como actitud machista contra nuestra persona, con tal de obtener un beneficio o un rédito de cualquier tipo es de una bajeza más ignominiosa si cabe que la que se da habitualmente. Como por ejemplo con finalidades políticas, bajo el abrigo de partidos políticos presuntamente feministas y de izquierdas. Como por ejemplo para desautorizar posiciones ideológicas. Como por ejemplo para refugiarse de argumentarios que desbaratan posturas ambiguas. No quiero que nunca más otra mujer utilice mi voz y la revista con el manto feminista pronunciándola desde el atril contra un hombre porque es incapaz de rebatir los argumentos de éste. Nunca más. No me representa la voz de cualquier mujer que así actúa, por muy feminista que se autodenomine. Mantener una postura machista lo pueden hacer tanto una mujer como un hombre. Todas tenemos actitudes machistas adquiridas y asimiladas por el simple hecho de formar parte de una tradición y una sociedad que lo son. Gracias a la labor de mujeres como Frida Kahlo, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir o Rigoberta Menchú estamos en la condición de alzar nuestras voces y denunciar nuestra situación. Basta de pedir igualdad si se hace como eslogan de campaña. No somos iguales; ya desde un punto de vista biológico, no lo somos. Yo no quiero ser igual, me enorgullecen las diferencias de este magnífico don de ser mujer. Quizás la palabra no es “igualdad” —dichoso déficit lingüístico propio del lenguaje del ser humano— sino justicia, justicia social. Ser mujer implica uno de los privilegios más envidiado, el milagro de la vida —quien quiera, claro está— y quiero gozar de la diferencia. Creo que las mujeres deberían luchar por la justicia social, por la “igualdad” desde su diferencia. Para mí, tener acceso a las mismas oportunidades laborales que un hombre es justicia y no igualdad —aunque los términos a veces se utilicen como sinónimos—, porque yo quisiera acceder a un puesto de trabajo en el que no se penalizara mi condición de ser o poder ser madre. Por si alguien no conoce la obviedad, todos los hombres han sido paridos por mujeres (lo digo porque parece que algunos son fruto de la generación espontánea, pero no) y, obviamente, por si alguien lo desconocen también, el embarazo comporta una serie de cambios que, aunque reconocibles entre ellos, son diferentes en cada mujer —que afectan a su rendimiento laboral, es decir, que si una mujer que trabaja como moza de almacén, ¡eh!, para los despistados, que las hay—; pues, quizás, con una barriga de unos cuantos quilos que desestabilice su centro de gravedad, no pueda levantar palés, ni cargar camiones, ni subir a lo alto de la escalera como cuando lo hacía antes de gestar —las hay que sí pueden, también. Lo que quiero decir es que aquí la palabra “igualdad” pierde todo su significado y que por eso prefiero hablar de justicia. Lo que hay que hacer, pues, y de forma inmediata, es una reestructuración del colectivo que ostenta el poder judicial, visto lo visto, regenerar la plantilla y cursar programas de reciclaje y reeducación —como en la autoescuela— con el personal actual.
No demos motivos a ningún hombre para que nos acuse de que nos aprovechamos de la causa feminista. No utilicemos la causa feminista para nuestro propio beneficio. Luchemos por la causa de la justicia y la igualdad será un hecho que ampliará sus acepciones en el diccionario de la vida. Gocemos y reivindiquemos la diferencia de ser mujeres, enorgullezcámonos y que ninguna mujer tenga que escribir nunca más: “Querido diario, me han violado…”.