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Estimado Juan:
Al final de la carta anterior te decía que los catalanes, desde que Felipe V nos conquistó a sangre y fuego, no hemos dejado nunca de sentirnos extranjeros en España. Esto te habrá chocado o lo habrás considerado como una burrada, después de trescientos años de convivir (mejor o peor) dentro del mismo estado. Miraré de aclarártelo tan bien como sepa. Una observación previa: cuando en estas cartas hablo de “los catalanes” me refiero siempre a “una gran mayoría de los catalanes”. Una unanimidad cien por cien no existe nunca en ningún pueblo. Pero me refiero siempre a una mayoría suficiente y determinante de la población de Cataluña.
Una pregunta que nos han hecho muchas veces los españoles a muchos catalanes, y que aún forma parte del cuestionario de muchas encuestas periódicas, es: “¿Vosotros os sentís españoles?”. La respuesta no ha sido casi nunca sincera, y ello por motivos muy diversos. Por miedo, por indiferencia, para querer evitar una discusión larga e inútil, etc. La respuesta más sincera y honrada tendría que haber sido siempre esta: “No nos dejáis”. El trato que se ha dado a los catalanes desde 1714 hasta hoy no ha sido el más indicado para imbuirnos un sentimiento de pertenecer de todo corazón a la nación española. Por el contrario, ha motivado que los catalanes se hayan sentido siempre como ciudadanos de segunda dentro del estado y que hayan considerado el gobierno y la administración española como unas instituciones ajenas, a las que no tenían más remedio que obedecer por la fuerza.
Los catalanes, en general, somos un pueblo pragmático. La derrota de 1714 fue total. Desde entonces, la fuerza de los fusiles y de los cañones la ha tenido el estado español y los catalanes no hemos tenido más remedio que reconocer este hecho y mirar, por tanto, de acomodarnos como pudiéramos o como nos dejaran dentro de este estado. Ello, sin embargo, no ha significado nunca que nos sintiéramos a gusto dentro de él (eso nos lo hacían imposible muchas leyes españolas). Siempre se ha mantenido en los corazones de la gente una diferenciación clara entre “nosotros” y “ellos”. Y de estos “ellos” no se esperaba nada bueno.
La persecución y demonización permanentes del “separatismo”, que atentaba tan radicalmente contra la “sagrada unidad de la patria”, tal como la entendía (y aún la entiende) el nacionalismo español más radical, aún obligó más a los catalanes a buscar una manera neutral de convivir con el estado español, en la que los porrazos pudieran ser mínimos. Pero la convicción de ser un pueblo diferente en régimen de ocupación siguió siempre vivo y se manifestó de muy diversas maneras: en el renacimiento literario; en la fidelidad a la lengua y a la cultura catalanas de la mayor parte de la burguesía catalana (un factor clave, decisivo); con el empuje que dio al país la acción conjunta de las diputaciones provinciales con el nombre de Mancomunidad de Cataluña, dotando al país de unas infraestructuras y de unos servicios que el Estado español no había sido capaz de crear (o no lo había querido hacer); con la restauración de la Generalidad en 1931 por una abrumadora mayoría popular. Y, finalmente, con el proceso que empezó después de la dictadura con la segunda restauración de la Generalidad, y que, a partir de la desastrosa actuación del Tribunal Constitucional español, cargándose las partes más esenciales del nuevo estatuto catalán, ha llevado ahora a la firme decisión de coger los destinos del país en las propias manos.
Amigo Juan, permite que te repita aquí lo que escribí hace poco en otra parte: «Una nación la forman aquellos que voluntariamente, sin ninguna clase de coacción, se sienten parte integrante de ella porque es lo que les dicta su cabeza y su corazón; porque no lo consideran como un yugo que –en la medida y en el campo que sea– les oprime y les obliga a hacer cosas que como ciudadanos realmente libres no harían nunca. La nación española, una gran nación con muchos motivos para el orgullo, no la forman, pues, todos los que viven en el territorio del estado, quizá por el solo hecho de haber sido conquistados o por combinaciones dinásticas en las que el pueblo no ha entrado ni ha salido. Solo la forman aquellos que se sientan sin reservas parte integrante de ella, los que nunca han tenido que sufrir persecución por el solo hecho de tener otra lengua, otras costumbres, tradiciones o instituciones que las del pueblo mayoritario español. A estos “españoles impuestos” no se les ha dejado ser “españoles convencidos”. Por esto, si en diversas ocasiones Mariano Rajoy ha dicho que cómo es España solo pueden decidirlo todos los españoles, los catalanes no nos sentimos aludidos y nos negamos rotundamente a que como sea Cataluña lo decida alguien más que los catalanes.»
Los políticos españoles tienen un concepto patrimonial del estado, como los señores feudales que disponían de sus tierras y de sus habitantes como querían. Y en vez de tratar el problema de las otras naciones que tenían dentro del estado con un espíritu positivo, de concordia, de compromiso y de respeto, lo han hecho con el clásico “ordeno y mando”, supeditándolo todo a su idea de unidad nacional uniformista, e interpretando en aquel sentido la actual constitución española como un intocable Decálogo de validez eterna. Y así hemos llegado todos al punto actual, en el que los catalanes queremos salir de este estado que ni nos entiende ni quiere entendernos. Pero, eso sí, entonces –y desde fuera– ser buenos vecinos de los españoles, colaborando con ellos tanto como podamos (o nos dejen, ya que sería la decisión de los españoles), en un clima de respeto mutuo, dado que tanto el pueblo español como el catalán habrán afrontar muchos retos que vendrán en esta siglo que hemos iniciado.
Aún deseo hablarte de algunas insensateces y calumnias sobre los catalanes que te han metido en la cabeza, pero dejémoslo para otra carta.
Hasta entonces, y con los mejores deseos de concordia entre nuestros pueblos, te saluda
Pere Grau